
#Narraluz 12
– No acabo de entender…
– No hay nada que entender. Es parte del misterio…
– ¿Misterio? No te entiendo. No entiendo esa aceptación abnegada de la realidad. El gran drama del mundo acontece cada día y, mientras, Dios observa, como un jubilado más; ahí, apoyado en la valla, en silencio, sin intervenir, dejando que todo suceda sin más. ¡¿Y me dices que es parte del misterio?! Yo no pudo creer en ese Dios inmóvil en el que tú crees.
– Yo no creo en ese Dios que observa del que me hablas. Yo creo más bien en el Dios que espera a que algunos de nosotros alcemos la mirada y vayamos a su encuentro. Yo creo en el Dios de la paciencia inagotable y de la esperanza infinita.
Las cortinas están abiertas y puedo ver, desde mi sillón, los tejados congelados que deja el implacable invierno en la ciudad. Las gaviotas parlotean a lo lejos y la luz claroscura de la tarde inunda mi corazón de una sutil melancolía.
Suena el adagio de «Spartacus» y cada una de sus románticas notas eleva un poquito más mi espíritu. La música es mi merienda favorita junto a una buena taza de café con leche caliente. La escucho sin hacer nada más, con todos mis sentidos abandonados a su enigmático poder. Saboreo la vida a sorbos, satisfecho, y pienso en que, llegado el final, estaré preparado para irme.
Subo el volumen. Llega el clímax mientras la lluvia empieza a golpear los cristales con vehemencia. El día se apaga y yo no estoy dispuesto a perderme ni uno de sus retazos.
Mi mirada se pierde en el tejado más lejano, en la última de sus tejas; lejos. Algún día, me digo, yo formaré parte de esta lluvia, de ese horizonte, de esta música. Entonces, daré gracias por lo vivido y me iré, de puntillas, sin hacer mucho ruido.
Eres mi centro.
Todo lo demás se desenfoca cuando te tengo delante. Atraes lo más profundo de mi mirada y lo mejor que guardo dentro.
Contigo sé lo que significa hacerse grande abajándose. Tú me enseñas a ser plenamente dándome por entera.
Tus manos, pequeñas, tienen todo lo que necesito. Tus pies, inseguros y jugosos, me muestran la senda que quiero caminar.
No hay sonrisa tuya que no quiera para mi, ni abrazo que no valga el mundo entero. No hay gesto tuyo que no me cautive ni tristeza que te afecte que no desgarre mi corazón.
Toma mi mano. Es para ti. Te la regalo. Para cuando tropieces. Para cuando pierdas el equilibrio. Para cuando no sepas por dónde ir. Para cuando necesites levantarte. Para cuando requieras esa caricia que se te niega. Para cuando te hayas olvidado que Dios, como yo, ama como sólo una madre sabe hacerlo.